Esto historia es la consecuencia de algo que me ocurrió hace un par de años (2011), pero sigue tan vivo como si hubiese sido ayer.
En principio soy sommelier porque estudié el oficio y tengo un título avalado por la Academia Venezolana de Sommelier (AVS) y la Association de la Sommellerie Internationale (A.S.I.). Pero también lo soy porque ejerzo la profesión, pero por lo general lo hago dedicada a la parte de la enseñanza.
No obstante, y aunque quizás es una visión muy personal, creo que un sommelier, al igual que un periodista, debe formarse en la calle o -en este caso- en el restaurante, ejerciendo el lado más duro del oficio: el servicio.
En este sentido, siempre había pensado que en algún momento de mi vida querría trabajar en un restaurante, al menos por un corto periodo, para tener la experiencia o, mejor dicho, la vivencia. Y entonces lo hice, pero sólo por un día.
Una noche en «Alto»
Nada que juzgar. No fue sólo un día porque no aguanté más, sino porque le estaba haciendo la suplencia a mi buena colega, Yaritza Mendez. Fue una experiencia inolvidable que marcó mi ejercicio como sommelier y me hizo respetar, más todavía, a esos sommeliers que ejercen cada día el oficio dentro de un restaurante.
Tuve un corto pero efectivo entrenamiento por parte de Yaritza, quien me familiarizó con la bodega (excelente por demás, incluso el restaurante obtuvo el Award of Excellence por su carta de vinos) y con todo el manejo del sommelier en el restaurante. Asumo que cada local tiene una forma de trabajar en particular. En cualquier caso, llegó la hora, y entrada la noche comencé la jornada.
Como dicen por allí, “el habito hace al monje” y mi primera –y única noche- no podía ser perfecta. Aunque los mesoneros se portaron muy bien conmigo, creo que también los hice reír dada mi poca experiencia en el desempeño del oficio. Entre los errores cometidos, el que más recuerdo es haber servido un blanco en copas de tinto, las cuales en Alto están por defecto en las mesas antes de que el comensal llegue. Olvidé cambiarlas (¡lo recuerdo y todavía me sonrojo!).
Cuando llegó la primera pareja con reservación me sentí importante. ¡Wow, mi primera experiencia “real” como sommelier! Fue súper grato, me pidieron asesoría, les expliqué la carta de vinos remitiéndome a sus necesidades como clientes, pero igual decidimos esperar a que realizara el pedido de la comida para confirmar la selección, cosa que es lógica en Alto, pues la mayoría de la gente va al restaurante por la exquisita cocina del chef, Carlos García.
Mientras ellos tomaban el aperitivo, llegaron las otras personas. Para quienes no conocen el restaurante, es un lugar relativamente pequeño y solamente atienden por reservación, con lo cual era bastante sencillo saber de antemano a cuántas personas debía servir esa noche. En total recuerdo haber atendido a tres parejas, una de ellos de buenos amigos; dos grupos pequeños (cuatro a 6 personas), y dos grupos grandes (entre 8 y 12 personas).
Satisfactorio y Frustrante
Fue encantador atender a una pareja de jóvenes, de no más de 20 años, incluso cuando ellos fueron las víctimas de mi error con las copas. Me escuchan con atención, siguieron mis consejos en la selección del vino para sus platos, y tuvieron una velada estupenda. Y no se trata de un tema de ego, tiene que ver con esa satisfacción que genera saber que hiciste pasar a alguien un momento súper agradable, porque todo estaba en armonía, y cuando digo todo no me refiero únicamente a la comida y al vino, sino también al ambiente y al servicio.
Mis amigos, como era lógico, también se dejaron llevar por mí, lo mismo que uno de los grupos pequeños. Con ellos fue retador porque me dijeron que escogiera yo el vino. Y cualquier lector que no esté en el oficio podría pensar: “¡Qué fácil, escoges el más costoso y listo; seguro él queda satisfecho, el restaurante gana y el sommelier recibe una buena propina! “. Pero no es así, es algo mucho más complicado. Debes seleccionar un vino que al cliente le agrade, que armonice con su comida, que con el costo él no sienta que te aprovechas de su bolsillo pero que tampoco lo menos precias, y con cuya elección el restaurante salga beneficiado.
Hasta ahora, todas las historias son positivas. La situación se vuelve menos agradable con las otras mesas. A la del otro grupo pequeño les pregunté si querían que los ayudara, me dijeron con desdén que sí, para luego ordenar algo que no estaba en mi recomendación y que no hacía sentido con ninguna de sus comidas. ¡Frustrante!
Uno de los grupos grandes ni siquiera se percató que había un sommelier en la sala. Ordenaron el vino al mesonero y realmente no les importó más nada. Estaban allí para comer bien y celebrar, no importaba con qué. Lo importante es que parecía que lo pasaban muy bien.
El otro grupo grande, de varios españoles, tenía pensado de antemano lo que iba a tomar. No lo olvido: un cava Juvé y Camps, y Torres Más La Plana. Aunque en principio no acudieron a mí, en el transcurso de la velada, a medida que les hacía el servicio, me hacían preguntas, me pedían recomendaciones, de modo que pude interactuar con ellos. Agradable.
Ok, volviendo a la pareja aquella del principio, cuando me enteré que ya habían ordenado sus platillos me acerqué. Tengo la conversación tan clara en mi memoria. Habían ordenado unos camarones para la entrada, la señora tenía pescado blanco como plato principal y el caballero un osobuco. La recomendación inicial –que iba más relacionada con gusto personal y capacidad económica del cliente, pues ellos aún no elegían su comida-, era un vino tinto de gama media, con astringencia perceptible y cierta potencia. Tras ver su selección de platos, les comenté que era mejor que bebieran un buen blanco para acompañar la entrada y el plato principal de la dama, y que entonces el señor consumiera un vino por copa con el osobuco. La selección de copas de Alto es fenomenal. Entonces me dijeron que no, que así estaba bien. Como soy terca, pero también educada, traté de la forma más sutil que pude, explicarle el por qué de mi sugerencia y cómo su experiencia podría ser tan diferente con la elección correcta del vino. Pero no. La respuesta fue: “No, tranquila. ¡Así está bien!” Gggggrrrrrr “Como va a estar bien idiota, si los camarones te van a saber a metal y el pescado se va a desvanecer con el vino. Y el osobuco… equis, no importa…!”. Eso obviamente no lo dije en voz alta, fue solo un pensamiento, un pensamiento que da la idea de lo desilusionado que te puedes sentir.
Como es obvio, cuando más tarde me acerqué a la mesa para preguntarles como les había ido -confieso que con mi diablito sentado sobre mis hombros, listo para carcajearse-, la señora me dijo: “En realidad fatal. Tenías tanta razón. Con los camarones me pasó algo horrible, porque estaban un poco salados y con el vino –que era muy rico solito- sentía que tenía una caja de herramientas en mi boca. Y bueno, con el pescado no sé, es que siquiera pude degustarlo bien”. Jajajaja!!! Con mi cara tratando de disimular mi sonrisa, les dije: “En realidad es una pena que se haya arruinado la comida del Chef. Es que en serio es tan importante respetar el tema de las armonías entre la comida con el vino. ¡Buenas noches!”.
Lo Ingrato
Cuando en el título me refería a lo ingrato, es porque quizá mi idea del trabajo en el restaurante era diferente, o a lo mejor lo sea en países con una mayor cultura en el consumo del vino, donde una gran parte de la gente sabe lo que es un sommelier y entiende (del lado del dueño y de los clientes) lo beneficioso de tener uno en un restaurante.
Mi visión ideal del sommelier era –o al final lo sigue siendo- no sólo poder defender la cava/bodega y la carta de vinos a capa y espada, sino poder compartirla con el cliente de la forma correcta. No todos los vinos listados en un menú hacen sentido que la cocina del Chef. El sommelier no solamente está allí para descorchar y servir, está para asesorar, y eso forma parte del correcto servicio. Y en serio, qué desesperante es estar allí y que la gente no te escuche y, a veces, ni te vea.
Y eso que yo estaba en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, donde se supone que el nivel de quien va a comer es superior al de muchos otros sitios, con lo cual pensarías que los clientes deben saber quién es un sommelier y qué hace.
Ese día en Alto comprendí –por muchas razones- que nunca soportaría un trabajo de siete días a la semana en una sala. Me dolían los pies, estaba agotada (claro que obviamente tenía la presión mental de tener que hacerlo muy bien) y me sentí privada de la satisfacción que pensé podría darme atender al cliente. Y aquí capaz que si haya algo de ego, pero eso de pasar desapercibido, de que no te tomen en cuenta y de no poder apoyar/ayudar/instruir a la gente, en muchos casos por su ignorancia, es muy rudo.
Y entonces ese día se volvió inolvidable para mí. El mantenerme del lado académico de la profesión cobró sentido. Hoy en día formo a la gente para que disfrute el vino con conciencia, para que sepa qué se toma y cuándo debe hacerlo, y para que respeten el trabajo del sommelier, disfruten del buen servicio y se dejen asesorar para su beneficio.
Con eso siento que pongo mi grano de arena en beneficio del oficio. Con eso dignifico el trabajo de mis contados colegas quienes tienen el coraje de trabajar día a día en la sala de un restaurante.
¡Salud por ellos!
Elizabeth Yabrudy